Entrevistas

Normando Hernández: “Yo fui preso por hacer periodismo independiente en Cuba”

Han pasado catorce años desde que Normando Hernández González (54) fue desterrado de Cuba, en 2010. Entonces acababa de cumplir siete años y cuatro meses de prisión política. Hernández, fundador de la primera agencia de prensa independiente de Camagüey desde 1959, el Colegio de Periodistas Independientes, fue parte del llamado “Grupo de los 75” intelectuales y opositores que Fidel Castro encarceló durante la Primavera Negra de 2003. 

Tras un breve exilio en España, Hernández se radicó junto a su familia en Miami, Estados Unidos, desde donde ha seguido trabajando por la causa cubana. En 2012 fundó el  Instituto Cubano por la Libertad de Expresión y Prensa (ICLEP), una ONG sin ánimo de lucro que alberga cuatro medios comunitarios y de periodismo ciudadano activos dentro de Cuba. Desde 2016, además, el ICLEP documenta hechos violatorios de la libertad de expresión y prensa ocurridos al interior de la Isla.

En esta ocasión dialogamos con Normando Hernández sobre su vivencia como prisionero político cubano, experiencia que cumplió en cuatro prisiones distintas, muchas veces en condición de aislamiento y tortura, tanto física como psicológica. Este texto forma parte de una serie de entrevistas realizadas por el Centro de Documentación de Prisiones Cubanas para registrar la experiencia de personas que han sido privadas de su libertad, y contrarrestar la información oficial sobre la vida en las prisiones de la Isla.

¿Cómo lo apresaron a usted?

Yo había ido a La Habana a reportear la huelga que Orlando Zapata Tamayo, Marta Beatriz Roque y otras personas estaban haciendo para exigir la libertad de Óscar Elías y los demás presos políticos de aquel momento. Como a las dos o tres horas de  salir de allí comenzó la redada del 18 de marzo de 2003, aunque yo no me enteré en ese momento, porque me fui para Camagüey. Viajé la noche entera y llegué a mi casa todavía de madrugada. Como a las nueve de la mañana del día siguiente me llamó un periodista de Radio Martí, que fue quien me comentó lo que estaba pasando. 

Ese mismo día, a las tres de la tarde, llegaron a mi casa. Ya yo me había ido, pero registraron todo hasta las nueve de la noche. Como no pudieron apresarme, pusieron fotos mías en distintos lugares y corrieron el rumor de que me estaban buscando porque yo quería poner una bomba o envenenar el agua en una escuela, algo que creó un estado de opinión muy desagradable para toda la familia y las personas que me conocían. Regresé a mi casa después y estuve escondido cuatro días, esperando que mi hija cumpliera un año de nacida. El 24 de marzo me entregué.

¿Qué pasó después?

Del día en que me entregué al que me hicieron la petición fiscal transcurrieron diez días nada más. Al onceno fue el juicio, que quedó concluso a sentencia de cadena perpetua como atenuante de la pena de muerte; y al duodécimo se hizo firme la sentencia de 25 años de privación de libertad, de los que cumplí siete años y cuatro meses, cuando me desterraron. 

¿Por qué lo sancionaron?

Por el artículo 91 del Código Penal de aquella época, que decía «Otros actos contra la seguridad del Estado». Pero en realidad yo fui preso por hacer periodismo independiente en Cuba.  

¿Dónde cumplió su sentencia?

Primero, en el régimen especial o Corredor de la Muerte de la prisión de Boniato, en Santiago de Cuba. Después, los presos del Grupo de los 75 que estábamos allí hicimos una huelga de hambre para exigir mejoras carcelarias y que se respetaran nuestros derechos, y nos dispersaron. A mí me trasladaron a la prisión Kilo 5 y Medio, en Pinar del Río, donde estuve alrededor de cinco años. De ahí, me llevaron para la prisión Kilo Siete, en Camagüey. Los últimos años los pasé hospitalizado cada cierto tiempo en el Hospital Nacional de Reclusos del Combinado del Este, en La Habana, y cuando mejoraba, me regresaban a Kilo 7. 

¿Cómo fue el recibimiento en la prisión?

Cuando llegamos a Boniato, en Santiago de Cuba, la jefatura de la prisión se reunió con nosotros y nos informó el régimen que íbamos a tener. Lo curioso es que ese régimen no existía para ningún otro preso. Normalmente un preso tenía una visita mensual y un pabellón conyugal cada 45 días o dos meses. Nosotros tendríamos visitas cada tres meses y pabellón cada cinco meses. En las visitas, solo nos dejaban pasar 30 libras de alimentos y pertenencias, cuando el resto podía pasar más. Nos dijeron que teníamos derecho a una hora al sol de lunes a viernes, pero eso tampoco lo cumplían. Nos la daban una o dos veces a la semana, y a veces pasábamos semanas enteras sin ver el sol. 

Fuera de eso, ¿cómo era la vida en prisión?

En Santiago de Cuba estuve en el “corredor de la muerte”, donde cada preso tenía su propia celda, porque estaban esperando la pena de muerte por fusilamiento, o sancionados a cadena perpetua. Pero no había espacio para nada. Entrabas y a menos de 30 centímetros estaba la punta de la litera, el turco a la misma altura, simplemente separado por una pulgada, y un pasillito que medía 75 cm de ancho y un metro y pico de largo. Mi celda era tapiada y no tenía agua. El turco se filtraba y tenía siempre un charco de orina al frente. No podía respirar por el olor nauseabundo que salía de allí, además de las ratas.  

¿Y en las otras prisiones?

En Pinar de Río conviví un tiempo con reclusos comunes, y en Camagüey estuve en un destacamento lleno de presos comunes, con unas pésimas condiciones higiénicas, hacinados, torturados, sin ningún tipo de calidad de vida. Eran barracas largas, llenas de literas dobles, una al lado de la otra; un jolonguero, que es donde los reclusos guardan sus pertenencias; y unos baños al final, con los turcos y unos tanques donde guardábamos el agua cuando venía. Pero la mayor parte del tiempo viví aislado totalmente. Una vez estuve ocho meses en una celda tapiada de alrededor de 3×4 metros, oscura, sin agua, sin luz eléctrica, sin colchón para la cama, durmiendo sobre el concreto, rodeado de mosquitos, roedores, cucarachas, solo con un baño turco. 

¿Cómo funcionaba la disciplina en estas prisiones?

Yo nunca respeté ninguna disciplina penitenciaria mientras estuve preso. No me paraba en firme durante el recuento, no respetaba las visitas de oficiales ni nada. Me comportaba decentemente, pero no respetaba sus imposiciones. Es más, en siete años y cuatro meses que estuve preso nunca me llevaron a un comedor. Me llevaban la comida a la celda o al destacamento.

Además de todo lo anterior, ¿sufrió otros tipos de discriminación? 

Política y religiosa. Muy pocas veces me dieron asistencia religiosa. Y cuando me veían leyendo la Biblia se reían y se burlaban. Me decían que Dios era Fidel. Para la guarnición, los presos políticos éramos lo peor. Nos reprimían y vigilaban para que no sacáramos ningún texto ni conversáramos de política con otros presos. Cuando lo hacíamos, venían a interrumpirnos. Cuando decíamos alguna opinión política, nos llevaban a una celda de castigo, nos golpeaban y nos torturaban. La discriminación era total. 

¿Cómo era la relación entre los presos comunes y los presos políticos?

Había presos comunes que se solidarizaban con los políticos. Había otros que no querían relacionarse con nosotros. Y había una gran mayoría que era influenciada por la Seguridad del Estado y la guarnición del penal para provocarnos cualquier tipo de daño. En Pinar del Río, por ejemplo, identifiqué a un preso común al que Jesús Ramón Morel Meune, en aquel entonces mayor de la Seguridad del Estado que atendía la prisión Kilo 5 y Medio, le dijo que si me daba una golpiza recibía un pabellón conyugal. Cuando llegué a Kilo 7 (Camagüey) quisieron condicionar al preso común que era “disciplina” para que me vigilara y hostigara, pero él no aceptó. Allí mismo identifiqué a ocho personas aleccionadas por la Seguridad del Estado para dañarme. A lo mejor eran más, pero pude navegar bastante bien la situación.  

¿Fue interrogado en prisión por agentes de la Seguridad del Estado? 

Siempre. En el proceso de instrucción penal los interrogatorios fueron largos y a cualquier hora. Estaba en una celda tapiada en la sede de Camagüey de la Seguridad del Estado, con una luz permanente, con las paredes salpicadas de cemento y camas también de cemento. Los alimentos los traían a cualquier hora para que uno perdiera la noción del tiempo. Me interrogaban un rato y después me llevaban a otra habitación con mucho aire acondicionado, que es otra forma de tortura. 

Luego, cuando estuve preso en celdas de aislamiento, se paraban a provocarme, a interrogarme, a tratar de condicionarme. Como yo no vestía de preso, en los días de visita me decían: “Normando, si no te vistes de preso no tienes visita”. Trataban que uno faltara a su palabra, a sus convicciones, a sus principios. Yo sencillamente les decía que no había mandado a buscar a mi esposa y a mi hija, no porque no quisiera verlas, era lo que más quería, pero yo sabía que ninguna de ellas iba a estar de acuerdo con que yo adoptara una actitud cínica o cobarde ante ellos. Nuestras familias lo sufrían, pero lo entendían y vivían orgullosas de que nosotros tomáramos esa posición.

Antes ha mencionado varias veces la palabra “tortura”. Hablemos de eso. 

Entrar a una prisión ya es una tortura psíquica. Celdas de aislamiento por tres, cinco, ocho meses, sin ver a nadie, pasando frío, en calzoncillos, conviviendo con ratas, cucarachas, mosquitos, jejenes. Me dieron con tonfas, me tiraron escaleras abajo, me arrastraron pasillos enteros entre cuatro y cinco guardias. En Santiago de Cuba me pusieron “shakiras” y me escoltaron con pastores alemanes para ir a una consulta médica dentro de la misma prisión, como si fuera un terrorista o un delincuente de alta peligrosidad. 

Además, recibí otras torturas psicológicas durante años. Me dijeron que tenía tumores en los riñones, lo cual luego comprobé que era falso. También me dijeron que tenía pólipos pediculados en la vesícula biliar, incluso médicos especialistas. Después de tantas presiones familiares, decidí operarme. Me sacaron la vesícula en el Hospital Militar de La Habana pero no querían darme la biopsia. Hasta que mi familia hizo un escándalo internacional. Entonces vino el Jefe de Servicios Médicos de las prisiones de Camagüey y me dijo, riéndose: “Normando, verdad que tú eres bobo. Tú nunca tuviste pólipos. Lo que tenías eran unas bolitas de grasa en la vesícula”. O sea, que me extirparon la vesícula biliar sin necesidad.

Sí estoy seguro de que mi salud cambió totalmente en la prisión. Todavía hoy, después de varios años de haber salido, padezco de problemas gastrointestinales contraídos allí. Yo entré siendo una persona saludable y cada vez que me veía un médico me salía una enfermedad distinta. Pienso que muchas fueron falsas, aunque otras fueron reales. Por ejemplo: en Santiago de Cuba y Pinar del Río contraje un cuadro parasitario crónico, giardiasis, por la mala calidad del agua. Llegué a pesar 100 libras. También tuve cuadros diarreicos crónicos alternados con cuadros crónicos de estreñimiento. 

¿Presentó quejas de estas cosas mientras estuvo en prisión? 

Sí. En Camagüey también hice un informe a la Fiscalía Militar para denunciar al teniente Didier Fundora Pérez y al primer teniente Zayas Vento, jefe y segundo jefe de Orden Interior de la prisión de Kilo 7, respectivamente, por las torturas y los golpes que daban a los reclusos. Y logré que sacaran a Didier de jefe de esa prisión, aunque lo pusieron en otra. Pero sí, denunciaba y trataba de documentar siempre que podía, por eso solían quitarme  las llamadas telefónicas.

Hablemos de la atención médica en la prisión. 

No recuerdo que me hayan efectuado ningún tratamiento. Sí llevaban un registro del historial médico, pero era más como una forma de tortura, como expliqué antes. Pero en general es un problema acceder a un médico en una prisión. Yo vi a presos acostados en el piso, aguantados por otros cuatro o cinco reclusos, para que otro le sacara un diente o una muela mala con un alambre. Preferían pasar ese trance de dolor a continuar con aquello día y noche, porque no les daban asistencia médica. Para que un preso fuera atendido en un momento de crisis los demás tenían que golpear las rejas, hacer bulla. Y muchas veces no había médico o carro para llevarlo a un hospital. 

¿Cómo era el acceso a los medicamentos?

Pésimo. El doctor Pozo, jefe de servicios médicos en la prisión de Kilo 5 y Medio, en Pinar de Río, me robó los medicamentos que mi esposa me llevaba. Eso es muy común en las prisiones cubanas: que los guardias y los médicos no les pasen los medicamentos a los presos cuando los familiares se los traen. La escasez de medicinas es terrible. Yo pude estar medicado muchas veces porque mi esposa y la comunidad internacional me mandaban los medicamentos que necesitaba.

¿Convivió con alguien que tuviera alguna discapacidad o necesidad especial? 

Sí, conviví con enfermos crónicos, personas con aneurismas cerebrales, ciegas, en sillas de ruedas. Estas personas son las que más sufren dentro de una prisión. Los servicios especializados son muy escasos y el sadismo de los guardias les impide tener una asistencia primaria adecuada. El sistema penitenciario cubano es incompatible con las condiciones de salud de los reclusos. 

Estas personas en muchas ocasiones tenían que autoagredirse, inyectarse excrementos con orina en sus miembros inferiores, introducirse un alambre por la uretra, coserse la boca, hacerse cortadas en los brazos o enterrarse alambres en la cavidad abdominal para ser atendidos. Se creaban un problema extra para ver si después de ser llevados a una enfermería tenían la suerte de que los viera un especialista o de que les dieran los medicamentos que necesitaban. Daba grima verlos llorar, sufrir.

¿Cómo era la alimentación? 

Nos despertaban sobre las cinco de la mañana para desayunar. El almuerzo empezaba como a las diez y la comida entre las cuatro y las cinco de la tarde. En Santiago de Cuba nos daban de desayuno un pedacito de pan y “chorote”, una harina de maíz hervida con un poco de azúcar y agua. Tenías que tomártelo caliente porque si se enfriaba no había quien se lo tragara. El alimento más asqueroso era la “burundanga”, una pasta blanca, amorfa, decían que de las vísceras de las reses. La peste llegaba 20 o 30 minutos antes a nuestras celdas. Los guardias se quitaban los pullovers y se los ponían como nasobuco para despacharla. Y con el mismo cucharón servían el arroz y la sopa, por lo que todo cogía la misma peste. 

Como plato fuerte también daban tenca, en muchas ocasiones putrefacta. Parecía un imán lleno de alfileres, porque era más espina que hebras de carne. La sopa era una ofensa al agua, si acaso con un fideo. Para mí, lo mejor era cuando daban pasta, coditos, porque los daban blancos, incluso sin sal, pero eso era lo que mejor me caía en el estómago.  Llegó un momento en que tuve que dejar de comer la comida de la prisión por todas mis enfermedades gástricas. No había una comida que no me provocara crisis gástricas, diarreicas o vómitos. Ellos me mejoraron la comida en un momento, debo ser honesto, pero mi organismo rechazaba hasta esa comida. Vivía prácticamente de refrigerios que me traía mi esposa, porque la comida de la prisión no tenía calidad, cantidad ni mucho menos balance nutricional. 

¿Pudo trabajar en prisión?

No. Tengo hermanos de causa que hicieron algún tipo de actividad dentro de la prisión, pero a mí nunca me lo ofrecieron. Ni trabajar ni estudiar. Todo lo contrario, me quitaban la Biblia y los libros que me llevaba mi esposa. No me dejaban pasar ni periódicos viejos. Pero mi esposa forraba los pomos de refresco que me llevaba en las visitas con páginas del Nuevo Herald, El País o El Mundo que conseguía y así era como yo podía leer lo que había pasado meses atrás. En cuanto a los libros, tenían que pasar por un censor que no permitía nada relacionado con política, filosofía o escrito por alguien en contra del régimen cubano. 

¿Presenció o supo de alguna muerte o intento de suicidio mientra estuvo preso? 

Sí. Hubo una muerte [en 2009] que me chocó mucho, la de Geovany Castellano la O, un joven de veintitantos años, enajenado mental, muy noble, al que llevaron a una celda de aislamiento. Allá le daban medicamentos para su epilepsia, pero como la enfermera no lo vigilaba correctamente, él no se los tomaba y, en cambio, los fue acumulando hasta que un día se los tomó todos. Cuando avisaron al reeducador, un teniente de nombre Yordi, no hizo caso y no le dio asistencia médica a tiempo.  

¿Cómo fue el proceso que terminó con su destierro? 

Un día recibí una llamada, la única en siete años y cuatro meses preso. Era el Cardenal Jaime Ortega. Me dice que había negociaciones entre los gobiernos de Cuba y España para que los de la Primavera Negra saliéramos hacia España. Le pregunto si era con mi familia y me dice que sí. Cuando termino de hablar con él, un teniente coronel que se hacía llamar Boris, pero cuyo nombre verdadero es Ernesto1, que era quien atendía por la SE las cárceles y prisiones de Camagüey, me pregunta si había aceptado. Le digo que sí. Entonces llamé a mi esposa y le comenté todo. 

A las 24 o 48 horas me llevaron para La Habana. A mi esposa y mi hija las fueron a buscar a la casa, les dieron media hora para recoger toda una vida y las trasladaron también a La Habana, a una escuela del Ministerio del Interior donde les hicieron toda la documentación de forma exprés. A mí me la hicieron en el Hospital Nacional de Reclusos. Me dieron una muda de ropa, me tiraron una foto, me hicieron el pasaporte. Me pusieron “salida definitiva”, y no solo a mí, también a mi esposa y mi hija. Las vi en el aeropuerto, momentos antes de abordar. Poco después, me montaron por la parte de atrás de un avión de Iberia junto a mi hermano de causa Omar Rodríguez y salimos hacia Madrid con nuestras familias. 

¿Cómo fue para su familia todo ese tiempo que usted estuvo preso?

Mi hija creció bajo el hostigamiento psicológico de la SE. Los compañeros de aula y sus padres eran aleccionados por la policía política para que la agredieran o se metieran con ella. A mi esposa no la dejaban entrar a la escuela. Mi hija tenía que viajar cientos de kilómetros desde pequeñita para poder verme. La primera vez, cuando tenía un añito y había pasado uno o dos meses sin verme, no me reconoció hasta pasados quince o veinte minutos, cuando se lanzó a mis brazos. El día que nos fuimos a España se abrazó a mí como una bufanda y se puso cianótica de los llantos. Mi esposa, fundadora de las Damas de Blanco, era citada constantemente, amenazada, no la dejaban salir de la casa. Fue mucha la represión que sufrió mi familia, e incluso algunas amistades.  

Notas:

  1. Según Hernández, el teniente coronel Ernesto es uno de los responsables de la muerte del preso político Orlando Zapata Tamayo. ↩︎

***

Esta entrevista del Centro de Documentación de Prisiones Cubanas fue publicada originalmente en Diario de Cuba.

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